El efecto Abu Ghraib
El efecto Abu Ghraib – Stephen F. Eisenman
Al ver las fotografías de Abu Ghraib, muchos críticos e historiadores del arte experimentaron la confusión de lo ominoso porque veían en la disposición jerárquica de los cuerpos, en los burlescos escenarios eróticos y en las expresiones de júbilo triunfal de los rostros de los captores, algo inquietante e intensamente familiar que, sin embargo, no podía ser identificado o totalmente evocado en la conciencia. Lo que reconocieron, pero rápidamente olvidaron –en un proceso similar a lo que Freud, en un texto precedente, había llamado “acto fallido”–, es un componente clave en la tradición clásica del arte que se remonta más de 2.500 años atrás, al menos hasta la época de Atenas. Se trata de un elemento visible en el equilibrio de los animales masacrados en el friso Panatenaico; en la crueldad de la Batalla entre Dioses y Gigantes del Altar de Pérgamo; en el fervor anti-islámico de un fresco de Rafael en el Palacio Vaticano; en el erotismo morboso de uno de los esclavos marmóreos (y el Hamán crucificado que pintó en el techo de la Capilla Sixtina) de Miguel Ángel; y en la exquisita angustia de un colosal santo esculpido por Bernini en la Basílica de San Pedro. Y sigue desarrollándose y prosperando hoy día –a menudo de forma extraña y marchita– en los medios populares de comunicación estadounidenses.
Ese rasgo distintivo de la tradición clásica occidental es específicamente un motivo en el que personas torturadas y animales atormentados parecen aprobar su propio abuso, algo a lo que yo llamo, siguiendo la estela del célebre historiador del arte Aby Warburg, una Pathosformel (“fórmula de pathos”). Es el signo de lo que Otto Karl Werckmeister ha llamado “la introversión de la ideología en la sensibilidad”, es decir, las huellas fisonómicas de la subordinación internalizada. Es la marca de una reificación in extremis, ya que representa al cuerpo como algo voluntariamente alienado por la víctima (incluso hasta el punto de la muerte) en aras del placer y la exaltación del opresor. Este motivo mítico constituye una de las bases ignoradas de la unidad de la tradición clásica en el arte europeo u occidental. Esta unidad, sin embargo, se transmite generalmente por medio de una fábula (contada a generaciones de estudiantes en los libros de texto universitarios, que será brevemente abordada en el Epílogo): la exaltación del espíritu humano en la obra maestra del arte.
La fórmula de pathos aquí descrita perduró –con variaciones considerables– desde la antigüedad hasta la mitad del siglo XIX, desapareciendo al menos de una parte de la producción artística y cultural europea y americana (la vanguardia modernista) a finales del siglo XIX y XX, para reaparecer refulgente con el ascenso del fascismo. Infectó a la cultura industrial o de masas a partir de la mitad del siglo pasado y fue posteriormente conferida por los burócratas estatales, los oficiales militares y la industria cultural, como una maldición, sobre la imaginación visual de las almas moralmente heridas que patrullan los calabozos del imperio estadounidense. Por tanto, lo que las fotografías de Abu Ghraib también revelan y lo que la mayoría de comentaristas –afligidos por el choque de lo siniestro– olvidan (o desean negar), es ese carácter perfectamente corriente u ordinario de estas imágenes en la historia de la representación europea y estadounidense, así como los recurrentes episodios de torturas practicados por parte de los Estados Unidos a lo largo de su historia, desde los territorios nativos del oeste continental hasta Vietnam y desde las comisarías de Chicago hasta el campo de concentración de Guantánamo en Cuba.
Las fotografías de torturas en la prisión de Abu Ghraib pueden ser vistas como el producto, en palabras de Warburg, de una “herencia almacenada en la memoria”. Son la expresión de una visión malévola en la que los vencedores militares son omnipotentes, además de poderosos, y los vencidos no son solo subordinados, sino también abyectos e incluso inhumanos. Según esta perspectiva brutal, la presencia de estos últimos justifica a los primeros; la supuesta bestialidad de la víctima justifica la violencia aplastante del opresor. O como escribe Michael Taussig, refiriéndose a las torturas administradas por los agentes de la junta argentina durante la Guerra Sucia (1976-1983): “los militares y la nueva derecha, al igual que los conquistadores de la Antigüedad, descubren el mal que han atribuido a estos extraños, para acabar imitando el salvajismo que les atribuían”. El Departamento de Estado de los Estados Unidos que autorizó la violencia en Argentina (entonces dirigido por Henry Kissinger), ha adoptado el mismo principio en Irak, Afganistán y el resto de escenarios en los que libra esta guerra global contra el terrorismo.
El efecto Abu Ghraib – Stephen F. Eisenman (ya a la venta en la web de Sans Soleil Ediciones)
Título: El efecto Abu Ghraib
Autor: Stephen F. Eisenman
Año: 2014
Editorial: Sans Soleil
Sans Soleil Ediciones
Stephen F. Eisenman realiza un apasionante recorrido por la historia del arte analizando las diferentes formas adoptadas por actos como la tortura, el sometimiento o la humillación hasta finalmente desembocar en las fotografías de de torturas de Abu Ghraib.