Rostro sin cuerpo. Fantasma y Máquina
Resumen
Avance de los dos primeros apartados del ebook de V.Monroy Rostro sin cuerpo. Apuntes sobre la maquinaria del rostro, que será publicado íntegramente en Cineuá/C–LÍA–K a lo largo de las próximas semanas
Adelanto editorial
V. Monroy – Rostro sin cuerpo. Apuntes sobre la maquinaria del rostro (Serie Cineuá/C–LÍA–K, 2014).
Fecha: 03/08/2014
FANTASMA
…un relato que hable de un fantasma. De la caza de un fantasma. Pero no de uno cualquiera. Es la historia de la caza del fantasma de la niña Madeleine McCann, desaparecida el 3 de mayo de 2007 en Praia da Luz, en el Algarve Portugués, a la edad de 3 años.
Sobra decir que es un relato que se pierde en sí mismo. No tiene principio ni final. Su epicentro está en un espacio lleno de fantasmas, una suerte de Auschwitz de las imágenes. Auschwitz: ni el principio de la Historia ni su final, sino su centro. Ni el final de la poesía ni su principio, sino su centro. Donde el rastro de la Historia se pierde porque los fantasmas son demasiados. Demasiados rostros muertos nos vigilan al cruzar esa puerta. Pero que no podamos seguir su rastro no significa que haya dejado de existir.
La definición de las imágenes es una cuestión fantasmal. Su mayor poder es el de dar a los muertos una apariencia presente. Un cuadro o una fotografía puede mostrarnos el rostro de alguien muerto hace mucho tiempo. De repente, parece no estar muerto. La imagen define la forma del fantasma. Es una presencia fantasmal arrancada de una realidad inaccesible, que se repliega sobre sí misma y se escabulle. Es en sí misma una forma de existencia. El estudio de las imágenes comparte un afán con la parapsicología. Es una antropología volcada en una forma de vida que ya no es de este mundo. Las imágenes contienen trazas de lo que fue o pudo ser, pero ya no son lo que muestran. Son fantasmas, cuerpos vivos cuya forma ha desaparecido y que, sin embargo, se encarnan nuevamente.
La vida de las imágenes no es estrictamente una vida del pasado, porque se manifiesta en el presente. El presente contiene el medio de su transmisión y su formato. Es el momento en que las miramos. La vida de las imágenes no es una vida que pueda medirse con nuestras convenciones sobre el tiempo lineal. No hay un pasado, ni un presente, ni un futuro que compongan una estructura como la que se da sobre la Historia. Las imágenes nunca han podido generar una Historia. A pesar de que el hombre moderno haya querido inventar esa farsa que es la Historia del Arte, algo así como una Historia sólo puede realizarse a través de los acontecimientos. Esto es, cronológicamente o en comparación con una cronología. La verdadera narración de las imágenes es mucho más compleja.
La suya es en cualquier caso una vida suspendida sobre la nuestra. Es presencia fantasmal, y en esa definición incluye una adecuación al presente. La vida suspendida de las imágenes necesita de un presente para estarse encarnando. Es fantasma o quizás zombi.

La investigación sobre el paradero de la niña Madeleine McCann se reabrió a principios de 2012, pasados cinco años de su desaparición. Aparentemente se habían encontrado nuevas pistas sobre su destino. Aparecía entonces en los medios un retrato robot realizado por Scotland Yard que representaba la posible imagen física actual de la niña.
Era una imagen sublime. Leyendo con claridad el término (sublime; sub límite; bajo el límite), era una imagen rozando el límite de una compleja narración. Millones de espectadores habíamos seguido en 2007 la transformación de su caso en una novela delirante, verdadero mass media del drama de una familia. La imputación de los padres, un conflicto entre embajadas, un torbellino de pistas que no conducían a ninguna parte. La historia llenó primeras planas de periódicos y noticiarios. Se convirtió en un relato paradigmático.
Al día siguiente de la publicación de aquel retrato robot en 2012, la madre de la niña Kate McCann se pronunciaba a través de su representante frente a los medios. Dijo que estaba “especialmente satisfecha” con la imagen de su hija, que tenía en el retrato “un aire a la familia” y donde ella misma se podía ver reflejada. Se veía reflejada entonces en una imagen producida por un software. Había encontrado algo de su esencia, o de la esencia del árbol familiar en un rostro digital.
Me sorprendía entonces una certitud: la de la desaparición del cuerpo original de Madeleine, su cuerpo humano. Pero el cuerpo no había desaparecido cuando ocurrió su rapto o asesinato el 3 de mayo de 2007. Sobre todo había desaparecido en un lento proceso que lo sustituía por una representación. Cualquier humanidad de Madeleine había sido suplantada por un rostro virtual. Éste era un proceso del pathos, de la emoción colectiva.
Ocurre en todo mass media: las características del individuo son sometidas a la mirada colectiva. Así, son sustituidas por una imagen virtual, configurada por una suma de las subjetividades de los espectadores.
El gran triunfo de la telerrealidad a lo largo de los años 90 fue el de ofrecer un espectáculo que implicaba el juicio de valor de los espectadores. El espectador actuaba como un juez. Podía tomar partido en la moral del individuo. La importancia de un Gran Hermano no reside tanto en quienes ocupan la casa como en la forma en que el espectador se implica en su destino. El personaje se convierte así en un proyecto colectivo. Un proyecto cuyas características irá definiendo el observador. Quien decide su verdadera forma de ser es la mirada crítica del espectador al otro lado de la pantalla. El espectador moldea al personaje encerrado en la casa. La desaparición del individuo original acompaña al triunfo de un nuevo individuo. Un individuo paradigmático que se proyecta sobre el cuerpo del personaje del mass media.
Este proceso se reprodujo en el caso McCann. La niña Madeleine se convirtió en un ser paradigmático, configurado colectivamente. Con una diferencia sustancial respecto del mass media: aquí no existía un cuerpo sobre el cual proyectar su identidad. El cuerpo había sido raptado o asesinado. No existía un soporte físico y la identidad de Madeleine era completamente virtual.
Eso no fue impedimento para que se convirtiera rápidamente en el símbolo definitivo de la inocencia infantil. Una niña modélica. Sólo hicieron falta un par de fotografías caseras. La cara en aquellas fotografías quedó rápidamente ligada a la conciencia colectiva. Cualquiera de nosotros reconocería ahora mismo el rostro de Madeleine, leyendo en él la historia de un drama. Era un mass media sin personaje. Madeleine pasó a representar sin haber sido.
La desaparición del cuerpo acompañó al triunfo del rostro. El rostro se había convertido en un símbolo, grado cero del drama de los niños desaparecidos. Ese rostro era un estar del trauma mucho más poderoso que la memoria de los hechos ocurridos realmente. Ahora Madeleine era un rostro que simbolizaba, y no un cuerpo desaparecido. Inaccesible el cuerpo, la imagen se podría decir conquistada por el espectador. Ahora era posible dar sentido al rostro colectivamente. Era posible imaginarlo. Esa imaginación fue lo que se encarnó finalmente en el retrato robot de Scotland Yard.
Todo en aquel retrato robot participaba de esta idea: se había sacrificado la estructura completa del cuerpo de la Madeleine real. La nueva imagen no se parecía en nada a aquellas fotografías de la niña con 3 años. Quedaban sin embargo genes reconocibles de ellas. Se intuía ese reflejo, esa pertenencia a una misma familia de imágenes que Kate McCann apuntaba con lucidez cuando decía que “tenía un aire a la familia”. Sobrevivía de forma fantasmal el rostro de Madeleine. No quedaba nada de la niña, y sin embargo la imagen era perfectamente fiel a la idea conquistada colectivamente.
Para poder ser coherente con esta idea, el retrato robot de Scotland Yard se implica en la definición de todas las características de una cara infantil excepto de una: la expresividad.
Podemos afirmar que lo que caracteriza una cara humana es la posibilidad de un gesto. La cara contiene una expresión potencial. Nuestra estructura ósea y muscular está preparada para la gesticulación. La cara es una máquina construida para la expresión del pathos, de la emoción. Para la transmisión de sentimientos. A través de esa forma de expresar nuestras emociones, hacemos comprender a los demás nuestro carácter. La cara es un intercambiador entre nuestro interior y nuestro exterior.
Entonces en el retrato de Madeleine apenas hay cara. No existe ninguna definición del gesto en la falsa fotografía. Se intuye una sonrisa definida por los labios, pero que no marca un cambio en las cejas o en los pómulos. No puede extraerse ninguna conclusión sobre su carácter. No tiene carácter. Madeleine no es un ser humano. Conteniendo todas las características superficiales de la cara, no hay sin embargo cara, porque no hay expresión.
Es una cara sublime, sub límite, bajo el límite de la narración. Un rostro que sin la narración del drama familiar y policial que arrastra en la conciencia del espectador que la ha conquistado, sería una imagen vacía o tal vez ni siquiera sería. El rostro de esa fotografía es el rostro del mass media, inventado por la mirada colectiva de los espectadores. Esa narración colectiva que da forma
MÁQUINA
Lo que llamo sistema de rostrificación es la maquinaria que pone en marcha la aparición de un rostro en una instancia determinada. Maquinaria y no proceso, porque funciona de forma sistemática pero no idéntica en cada caso. No se repite el mismo proceso en la formación de cada rostro. La forma de trabajar de la maquinaria es siempre análoga, aunque no reproduce sus resultados.
En lugar de una maquinaria se podría hablar quizás, como se ha hecho en muchas ocasiones, de una posible vida de las imágenes[1]. Esta forma de hacer corresponder la aparición de las imágenes con un proceso vital sería coherente con nuestra definición del rostro de Madeleine como una resurrección. Si entendemos que ese rostro es el resurgir de un cuerpo muerto, estaremos equiparándolo con una forma de vida artificial. Pero esta metáfora es engañosa.
Nuestro tiempo (que es el tiempo que hacemos corresponder con nuestra idea de la vida) no se corresponde con el tiempo de las imágenes. Nuestro tiempo lineal es un tiempo definido en la conciencia empírica del no-retorno de lo material. En cambio el tiempo de las imágenes es un tiempo donde todo retorna. Continuamente lo que ha existido vuelve a existir.
En la forma de vida de las imágenes no existen, como en la nuestra, grietas abiertas entre tiempos, roturas entre épocas, generaciones, nacimientos y muertes. Las imágenes no pueden tratarse como objetos materiales, porque en sí mismas equivalen a un estar en el espacio, no a un transcurrir en el tiempo. Aunque vinculadas siempre a un soporte físico que sí se sostiene en el tiempo, su existencia es de otra forma.
El estar de las imágenes es, como en Warburg, el de una presencia fantasmal, la manifestación espectral de un sistema que, sin formar parte de ellas, las ubica en el espacio. Son formas patéticas, figuras sentimentales. Formas de la experiencia que se presentan como morfemas, signos de un lenguaje que todavía no ofrece significados complejos. Unidades mínimas de la representación, equivalentes a un sonido o un trazo: no son todavía susceptibles de desarrollar una semántica.
La gramática de ese lenguaje, es decir, la estructura que produce la aparición de un significado para las imágenes es eso que Warburg llama Nachleben, ley de supervivencia: el único derecho de una imagen que es el de reflejarse para siempre; derecho a estar en un eterno retorno y un eterno relato. No existe nada parecido a una vida para las imágenes. Vida es proceso, nunca máquina.
Recuerdo que otro ejemplo radical de aparición del fantasma tuvo lugar en 2012, el mismo año en que aparecía el retrato robot de Madeleine. La máquina actuaba ahora de forma análoga, pero en otro sentido. El estar del rostro era otro incluso más impactante. Ocurrió en el Festival de Música y Artes de Coachella, durante el concierto de los raperos Dr.Dree y Snoop Dogg, cuando una proyección tridimensional revivía al también mítico rapero Tupac Shakur, asesinado dieciséis años antes.
El cuerpo de Tupac no sólo aparecía en el escenario. Estaba ahora dotado de vida. Interpretando dos de sus temas más famosos, bailaba en el escenario y apelaba al público. El Tupac virtual cantaba y bailaba con el Snoop Dogg de carne y hueso. Holograma y humano se miraban directamente a los ojos.
En este caso, el triunfo de la imagen sobre lo real tenía que ver con el gesto. La imagen virtual de Tupac era puro gesto. No existía especulación anatómica. Ni siquiera se habían intentado saldar los 16 años transcurridos desde su muerte. En lugar de eso, aparecía idéntico a como era en aquel 1996, a la edad de veinticinco años. Era una imagen tan abstracta que había superado todas las leyes físicas.
El reconocimiento de su identidad humana se conseguía con la repetición de sus gestos característicos, conocidos perfectamente por cualquier amante del género. Gestos, sobre todo, que tenían que ver con movimientos de baile, pero también con la peculiar forma de dirigirse al público o a sus colegas. En los escasos minutos en que su imagen estuvo sobre el escenario, se condensaron todas sus peculiaridades. Era lo que podríamos decir una sobresaturación del gesto reconocible. Como si toda la esencia de su forma de actuar se hubiera condensado en esa breve aparición, exagerando la referencia al corpus original. Era un Tupac paradigmático.
Había ocurrido como con el retrato robot de Madeleine que se reconocía en una imagen falsísima un cuerpo desaparecido años atrás. Sin embargo, aquí no existía imaginación en la imagen. No era un rostro imaginado, sino un rostro referido. Su abstracción era puramente gestual. No estaba vinculada a una reinterpretación del cuerpo original.
En el caso del retrato robot de Madeleine, la formación de la figura tiene que ver con una negación del gesto y un triunfo de la fisiología. Su cara no produce ningún gesto, es apenas una figura, una superficie. No se mueve, ni parece tener intenciones de hacerlo. Si es capaz de definir un rostro por encima del cuerpo original es porque se ha imaginado.
En el caso del 3D de Tupac no existe una reinterpretación de la forma fisiológica sino una apelación constante al gesto. Pero lo que hace que en ambos casos haya aparecido realmente un rostro, es que apelan directamente a un cuerpo que ha desaparecido años atrás. Son expresiones de unos cuerpos convertidos en símbolos más allá de ellos mismos. Para que su reconocimiento sea posible, primero han tenido que pasar a formar parte de la conciencia del espectador. Es en ese salto del cuerpo a la imaginación, anacronismo que contiene la formación de una identidad distinta a la del original, que la copia cobra sentido. Únicamente porque aquel cuerpo ha sido conquistado por el espectador su proyección virtual puede triunfar.
Es en esta línea que se establece la relación entre cuerpo y rostro: la proyección de Tupac y el retrato robot de Madeleine son soportados por un cuerpo hecho símbolo. La maquinaria ha actuado de dos formas diferentes, pero en una misma dirección. Se ha establecido una red de relaciones entre cuerpo y rostro, cara y gesto.
En suma, lo que estos casos de resurrección están poniendo en juego es un mecanismo de vinculación del pasado y el presente (de nuestro tiempo lineal) a través de la mirada. Se ha configurado el símbolo. Imagen simbólica: aquella que hace posible el reconocimiento de un fantasma, es decir, de un cuerpo virtual que poco o nada tiene mucho que ver con el cuerpo original. No tiene nada que ver pero se ha reconocido.
Esos dos elementos, mirada y cuerpo, permanecen inamovibles en su propio tiempo. El cuerpo desapareció en el pasado, y la mirada se establece siempre en el presente. A partir de aquí se pone en marcha la formación de ese tercer tiempo, el tiempo de la imagen. Tiempo que no se parece en nada al tiempo, pero que puede servir para definir el sistema de rostrificación como una máquina que actúa en ese triángulo: presente, pasado y tiempo de la imagen.
Referencias
1. Sobre todo desde que se está produciendo el gran revival del pensamiento de Aby Warburg, que parece epicentro indiscutible de la teoría contemporánea de las imágenes.

